
Mensaje en una botella
«Odio vs Amo»
«Odio»
Odio el miedo, pero mucho más la cobardía. El dolor. Peor aún, el sufrimiento. Las entregas a ½ y las ½ verdades. Las segundas intenciones de los mal intencionados. La capacidad desaprovechada, la habilidad desatendida, el esfuerzo sin recompensa y la recompensa inmerecida.
Odio el fraude, la impostura, la debilidad y la doble moral. La manipulación, la indolencia y la envidia. La descreencia del hombre en el hombre, el desarraigo y la competitividad familiar.
La inquisición del vulgo.
La invisibilidad del incomprendido.
La indiferencia del poderoso y distinguido.
El sometimiento sin beligerancia y el abuso del poder por despótico y opresivo.
Odio la frivolidad, el cinismo y el nihilismo del mundo desarrollado. Su despiadado materialismo y su absoluta desensibilización.
Odio a los que me enseñan a odiar.
Al que asiente sin oír y al que disiente sin escuchar.
A los vanidosos por vanagloriarse de sus imperfecciones.
A los descreídos por desmerecer el protagonismo de su existencia.
A los egocéntricos por no considerar más que un único punto de fuga: el Su-Yo.
Y a los holgazanes porque nunca conocerán la importancia de llamarse Ernesto.
¡aH!… Comprendo… No hay acuerdo…
Díganme entonces, si no desearían que las traiciones no fuesen siempre sepultadas por la hipocresía del silencio y que la duda nunca triunfase ante el engaño y la mentira.
Cuéntenme si prefieren al oído, si no abominan de la crueldad de sádicos y sodomitas y su trastornada y réproba búsqueda de placer no les causa dolor visceral. ¿Acaso no los condenarían a la hoguera, si radicase en ella la solución?
¿Y qué comentarían de la impotencia e indefensión? Admítanlo aquí y ahora. Manifiesten conmigo y de buena gana lo que en secreto maldicen: saberse dirigidos por barbies y telettubies, sin espacio para el recreo, sin oportunidad para el desahogo y sin permiso para la disidencia, la rebeldía o la insumisión.
Por mi parte he de añadir que es cierto que me enerva saludar cada nuevo día sintiéndome fiel reflejo y clara víctima de mis odios, pero más lastima y enfurece tener que despedirlo con renovada sorpresa por haber constatado una vez más que todos, absolutamente todos, acabamos acatando este enfermizo juego.
En fin, odio todas y cada una de las miserias humanas; la conciencia de lo que digo; mi condición humana.
«Amo»
Amo el contacto con la naturaleza y la información de mis sentidos. La confianza en la fe y en su contrario: el conocimiento científico. Las altas pasiones: la pintura, la música, la literatura y todo lo que eleva o expande el espíritu. Algunas bajas también, pero esas las omito.
Amo la concordia de la unión en actuación colectiva. La intensidad del sentimiento cuando es puro y compartido. Y, por supuesto, llorar si cuando lo hago, mi corazón late con los demás.
Amo lo diferente y radical si es auténtico, el estímulo más positivo y lo impulsivo por natural. Gritar la palabra «revolución», dar con la «solución» y susurrarla «a mi manera».
Amo la generosidad y sinceridad del corazón afirmado en sí mismo.
Amo a quien me enseña a amar.
Cierto, amo a quien me enseña a amar.
Al que se conserva niño por participar de la estrategia sin arribismo.
A quien se compromete a mejorar los caminos de la paz.
A quien te ayuda a olvidar enseñándote a respirar con mayor dignidad y a quien todavía se mantiene honesto y veraz.
En consecuencia, amo tener consciencia de que también amo mi condición humana.
Dejemos por el momento la suma ahí y pasemos a la gran cuestión que suscita, pero antes un apunte aclaratorio:
No señores, no enumero mis odios para ejercitar la memoria. Tampoco me sirvo de este particular modo de citarlos simplemente por justificar, disculpar u ocultar entre las cien mil formas de odiar una constante propia siempre cuestionable. Sin pretender ser exhaustiva, los menciono porque detesto odiar y, sobre todo, porque deseo dejar ambas listas sin cerrar, abiertas al tránsito intelectual. Confío en estar poniendo de esta manera algo importante de relieve, algo que perturbe tanto como la ausencia de paz, nuestra pérdida de valores… Señoras, a ustedes confieso que me niego a asumir la pérdida como algo irremediable en la sociedad actual, pero sepan que constatar al paso de los días quiénes y cuántos, aun pensando como yo, nada hicieron, deprime, envejece y mata. De producirse algún cambio, cosa que no veré, esos mismos callarán y de nuevo lo harán con mutismo indolente. Créanme, por tanto. No se necesita mucho ánimo visionario para poder delatar los síntomas de una sociedad enclenque, maldispuesta y de una desidia intergeneracional tan invasiva que ahoga. Imposible escapar.
¿Lo ven ahora? No solo lo expongo y subscribo, lo denuncio y me reafirmo gritándolo si fuese preciso una vez más. En consecuencia, les exhorto a hablar sin miedo y ya que las cuestiones son muchas y a mí me superan por difíciles y complejas, les animo a intervenir sin filtro o reservas.
Tanto como odio y amo esta cruda toma de consciencia humana, amo y odio nuestro exhausto y disonante Contrato Social. Frente a su deplorable letra pequeña, lamento la pérdida de aquellas cláusulas primigenias que una vez fueron no solo concebidas o redactadas, sino también defendidas de forma tan unívoca e inequívoca bajo el sentido más pleno de justicia. No es preciso aclarar que la degeneración de ese magno contrato es histórica, pero sí es obligado denunciar el malestar que hoy nos causa su pésimo estado contractual. Su concepción original tuvo que ser realmente una gesta sagrada… Permítanse entonces revelar, declamando además y desde el más profundo respeto el regreso a ese pacto original, lo triste que es pensarlo en el XXI. ¿Dónde quedó ese altruismo humano tan inconformista?
Así las cosas, quién se atreve a hablar hoy día de evolución? Yo solo arriesgo con óptica similar la descripción de mi caos interno…
_____________
… Debo pertenecer a otro tiempo que desconoce y no comprende este siglo. No obstante, este me lo tomo en serio.
Una última pregunta he de lanzarles para poder finalizar. Sirva iterar con la mayor acidez la conclusión más importante de la dialéctica establecida, como introducción a la misma. Vamos allá.
Sí, señores/as, confieso que amo y odio mi naturaleza humana, pero solo hay un aspecto de mi personalidad tortuosa y esquizoide que adoro tanto como aborrezco:
EL AUTOENGAÑO
De acuerdo, me explico.
Por todo lo aprendido y experimentado, y puesto que para vivir lo necesito, afirmo que el método psicológico del autoengaño no es únicamente válido. También es deseable y, quizás, el mejor recurso mental que poseemos para escapar de un mundo que a muchos disgusta y enajena. En mi opinión, el más innato, eficaz y eficiente mecanismo de defensa intelectual que a mano tenemos para superar circunstancias graves, trágicas, críticas o adversas. Se trata, por tanto, de una práctica efectiva que no solo nos inmuniza contra la ponzoña de algunos y la retorcida realidad de otros, también facilita caminar con paso firme, esperanzado y feliz.
No lo confundan, por tanto, con la mentira.
A mí me salvó la vida y es, cuanto menos, curioso.
Uno de mis escritores favoritos, el argentino Ernesto Sabato, creía que la verdad era necesaria en las ciencias exactas tanto como en filosofía, pero no era apta para la vida. Yo pienso lo mismo.
¿Qué duda cabe?
«En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo y la esperanza».
Sin embargo, el nexo que le sigue es adversativo; aun con buenas dosis de autoengaño y desahogo, siempre existe un «pero» que subordina todo lo hasta aquí expresado y mantiene en el aire la pregunta que me oprime el alma.
¿De verdad merece la pena, odiando tanto?

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