Bitácora I.-I

Del miedo a la locura

SIN MÁS


A la DERIVA:

(08/0ctubre/2017)

Desde que me diagnosticaron un trastorno temporal, que acabaría siendo declarado crónico, he leído mucho intentando esclarecerme y obtener una respuesta convincente a la transcendental experiencia que lo generó.  Los escritores a los que he acudido no son  muy variados, pero sí suficientemente acertados.

Se trata de autores que, por una u otra razón, han llegado a mis manos en el momento adecuado. Sus libros me han ayudado a tomar más conciencia de mí, a  profundizar en la enfermedad que me  ha tocado padecer y, por supuesto, a aventajarla con el humor a ratos.

Considero que la Naturaleza me dio un ingenio curioso y que la sociedad de mi tiempo me ha conformado en espíritu avisado, combativo y crítico, no solo con mi propio dogmatismo, sino con el de cualquiera. Ello me ha permitido consolidar cierta libertad de conciencia que muchos tacharán de ecléctica, contestataria  y sobrecargada de mitos. Una actitud que probablemente disgustará a sus  «iglesias» y por la  que seré tachada de alucinada con toda certeza. Sin embargo, fue precisamente la trascendencia de esa experiencia, causa de  enfermedad mental, la que realmente me impulsó a escapar de cualquier convencionalismo y a buscar respuestas en otra parte.

No voy  a narrar   la mística experiencia que viví a mis  33 porque, entre otras cosas, ya la he escrito  con diferente propósito, destino y al completo. Hacerlo aquí y ahora supone hacerlo con  otra cabeza y una mayor dialéctica que posiblemente me llevaría a dilatar aún más el discurso de los más de 15 años transcurridos  en ese limbo platónico en el que yo misma enjuicié mi cordura.

Por cuestiones de salubridad mental, que no vienen al caso mencionar, necesito un  grado de desahogo  similar. Es decir, conseguir  el medio de expulsar  la conciencia obtenida de tal manera que  deje de estar tan absorta en ella y pueda cambiar de óptica.   Por tanto, me arriesgaré a practicarlo aquí también escribiéndolo de modo somero.  Puede que así supere el estancamiento que me  ha causado.

Ahora que estoy serena y recuperada necesito  avanzar.  Dado que no encuentro lógica ni razón que suscite o sustente un posible rechazo, al menos, quiero  intentarlo.  Y ante todo aportar  un testimonio  consciente declarando ya en sus primeras líneas —y  siguiendo  a  Marina—  que  me considero sobre todo una persona de fe, pero  no una alucinada; pues  «si el alucinado, al igual que [yo] y que todos nosotros, está seguro de lo que percibe, él por el contrario sí se rinde a sus evidencias».  No ha sido mi caso.

He leído que «las creencias acaban suplantando la realidad cuando son compartidas, cuánto más lo harán entonces  si son constatadas por la percepción que nos aportan nuestros sentidos».  En esto se basa mi defensa. No necesito aclarar que para expresar  hay que observar primero y que para observar hay que sentir, pues «son los sentidos los que nos convencen de la existencia del objeto», pero sí quiero recalcar que los míos, por la razón que fuere, me permitieron descubrir la espiritualidad más pura y carente de límites y fundirme en ella con una sensibilidad inconcebible. En parcas palabras, pues no hallo mejor expresión,  me llevaron a percibir la `existencia de Dios y a interpretar su manifestación en lo cotidiano como regulación universal. Mucho después con la consciencia sumergida en un mar de dudas supe que esta interpretación no solo era compartida por una religión milenaria como el taoísmo, que confirma  la posibilidad de vivir experiencias transcendentales sin la necesidad de  tener que ser  por y para ello un loco, también algunos presupuestos filosóficos deducidos a partir de la metafísica cuántica desmentían en mí una personalidad psicótica o esquizoide al confirmar que existía una fuerza superior, una conciencia universal en todo y de la que yo de alguna manera me estaba haciendo conscientemente partícipe.

De ese estado de consciencia indefinida en el que permanecí, sin poder determinar su duración hasta ahora, debo decir que entré con hombros sobrecargados y sin preguntas, y sí, salí de él descansada, pero con una cuestión: ¿Para qué semejante salto de consciencia si no es para hallar respuestas? Pues bien, no obtuve más respuesta que el convencimiento de haberlo experimentado ni más resultado que la frustración de quedar desmentido como estado consciente por la autoridad médico-científica.  Eso fue lo que me alejó definitivamente de la razón convencional y me decidió a seguir «buscando».

Así, en busca de respuestas y aunque no creo en las iglesias ni en sus cromos,  acudí tanto al misticismo de Teresa de Ávila como al confucionismo y código ético de Lao Tse en el I Ching o a estudios de física cuántica, como el de Gribbin, que intentan desarrollar una completa Teoría del Todo contemplando los cuatro campos de Higgs e incluyendo esa partícula todavía no detectada que algunos se atreven a llamar:  la partícula de Dios…  Me centré en  aquellas ideas que por revolucionarias chocaban con nuestra mentalidad y que desconocía; las nociones de la realidad y los conceptos de la existencia más innovadores y avanzados que derribaban los pilares de la ciencia y rompían o ampliaban nuestro marco cultural.  Acabé descubriendo visiones asombrosas y originales que, convincentes o no, no me habían sido transmitidas por caprichosas, extravagantes o incomprensibles, y que unidas conformaban toda una sapiencia ninguneada y desmentida a la que no me hubiera acercado de no haber desarrollado temporalmente esa hiperconsciencia que nos lleva a experimentar –a tantear– la más asombrosa conexión con el Universo.

Fueron largos años de copioso estudio. Lo que Richard Yensen consideraría una biblioterapia efectiva, sin duda, pero que ni ha solucionado mi ceguera ni ha perturbado mi fe, y todavía sigo preguntándome ¿para qué semejante salto de consciencia si no es para hallar respuestas?

Obviamente, me quedé en el camino… Es lo único que puedo afirmar tras una existencia reflexionada probablemente en exceso a raíz de una experiencia de difícil credibilidad por ser del todo intransferible, y es que, aunque compartamos las mismas vivencias y con los años nos atrevamos a dar lecciones, no hay significante suficientemente eficaz que exprese la complejidad del significado existencial privado, donde lo consciente y lo inconsciente dialogan con ese secretismo que llamamos intimidad y que San Juan de la Cruz inmortalizó en un poema titulado: «Noche oscura del alma».

José Antonio Marina afirma que «ni existen palabras para describir las vivencias que exceden los límites de la experiencia ni capacidad comprensiva o inteligencia colectiva para compartirlas». Pasamos por este mundo de forma exclusiva. Coincido con él; por muy alineados que estemos socialmente, la experiencia existencial sigue siendo  intransferible. No se puede enajenar ni traspasar, pero sí comunicar.

Por todo eso, yo quiero intentarlo y conseguir hacerme entender de forma plena y tan global como lo hizo el anciano con el que una vez coincidí cuando me dijo que todo en la vida —«en la naturaleza» lo llamó— tiene su reflejo. Entonces no le entendí, pero los acontecimientos que se sucedieron me obligaron a reflexionar y comprender por último sus sabias palabras. Es hora de compartir este aprendizaje para que su inteligencia sobreviva a través de mi conciencia y perdure en los mapas del tiempo.

De todos ellos y de todo ello he aprendido que es imprescindible hablar con nuestra voz interna, pues es la única que posee carga espiritual y pureza intelectual, y a mí me gusta escribir. No lo voy a negar. Tampoco negaré que pretendo servirme de la fuerza expresiva que la verdad interior otorga a la palabra, adoptar múltiples puntos de vista y un enfoque algo visionario e inspirado en el verbo de los más grandes para contagiar, desde la madurez intelectual  recién adquirida, el sueño que con ellos comparto de un mundo alternativo.

Al caso viene  presentarles a  Nobra, esa niña  sobrecargada de preguntas  que todavía llevo dentro y  que me empuja a trabajar la mente; dialogar  con ella sobre la trascendencia de esa experiencia  —insólita para los menos, delirante para los demás— y discurrir el método de poder comprobar /demostrar  una complicidad universal  apenas intuida o descubierta  me ha abierto al raciocinio más estimulante: el  que convence  y añade sentido de existencia.

En fin, en su análisis ético de las religiones, Marina afirma que «la única verificación posible a la verdad transcendental que puede dar un sentido total a la existencia es la unidad de conciencia». Quiero comprobarlo y ver si, como declara en su Dictamen sobre Dios (Anagrama, Barcelona, 2005), «la purificación de la inteligencia hace que la verdad se imponga y la ilusión se desvanezca». Si es verdad que hay sincronicidad universal, que hay sintonía, este experimento tiene que funcionar aunque, únicamente, sea a base de instantes no calculados. Tal vez ahora lo vea más claro. Tal vez así todos lo veamos.

(9/0ctubre/2017)
Continúa…