Bitácora I.-III

 

El método

VICTORIA DIALÉCTICA:
—¿Qué habéis venido a anunciarme?
— (respuesta privada).

—Insisto, ¿Por qué me habéis elegido a mí?
—Para ayudarte a realizar la obra. Atrévete.

— ¿Cómo? «La fe no es suficiente para desarrollar el contenido» (Hegel)
—«Ten el valor de equivocarte» (Hegel). 
Continúa y en su momento te
 convencerás. 


EPÍSTOLA:
(02/Noviembre/2018)

La razón de que te lo cuente ni yo misma la sé. A tus ojos, un capítulo anecdótico más de la tragedia de una sensiblera. A los míos, el intento  –¿cómo decirlo? –   ahora que estoy  ¡más `consciente de lo que hago y digo? de  sincerarme conmigo y de corroborar ciertas conclusiones contigo.

Necesito desahogarme y tú eres una de las pocas personas con la que realmente me gusta habl@r,  que tiene capacidad para ayudarme a reconocerme en el mundo otra vez y a salir del abismo en el que he caído. Un abismo del que temo no regresar jamás, pues  desde lo que me pasó sigo desandando el camino sin ganas ni oportunidad que me de esas ganas para dar siquiera un paso al frente, al firme.
Sé que opinas que es imposible que uno mismo se practique el psicoanálisis porque no es objetivo. Yo te digo que con psicosis es posible disociar tu mente en dos –en múltiples– personalidades, siendo una o varias las objetivas. El riesgo: acabar en una celda acolchada. La esperanza: si no sanar, al menos acabar con tu tormento.
Contarte lo que quiero decir sin más no es fácil. Las palabras no dicen nada cuando no hay una verdad interna que las sustente, pero nos conocemos desde siempre y entre nosotros existe esa verdad que hace que sobren muchas palabras.

No te contaré mi historia. La conoces sobradamente. Tampoco quiero entrar en qué es lo que me ha pasado. Cada cual juzgará. ¿Iluminación como la de Santa Teresa? No lo creo. ¿Todo un producto de mi imaginación? Tampoco.
No pretendo equipararme ni discutir la santidad de Teresa de Ávila. Eso es algo que me queda muy alto, pero sí matizar contigo que su iluminación ahora sería considerada esquizofrenia y sus estigmas, meras psicosomatizaciones de su delirio, fruto de una religiosidad exacerbada. Yo si tengo algún estigma es el de Caín.

Hay un libro que quiero leer, la biblia de la psiquiatría, probablemente su cientificismo se me escapará, pero me temo que con todo seguirán clasificándonos como si fuéramos donetes.  Quiero comprobarlo, así que  consultaré su edición más actual:

American Phsyichiatric Association (2014): DSM-5_Manual diágnostico y estadístico de los trastornos mentales. Editorial Médica Panamericana.

¿Recuerdas? Tenía muy claro que a los 33 estaría realizada. No me preguntes:  ¿por qué?  Coincidía con el cambio de milenio y se me antojó como punto de inflexión en mi vida. Pues bien, el ansiado momento llegó y no solo no conseguí ninguno de mis objetivos sino que además perdí mi equilibrio. Ese fue para mí el efecto 2000: una grandísima bofetada.
Todos pasamos por un vía crucis que, como a Jesús, nos es revelado en algún momento de la vida. Todos repetimos la vida de Cristo. Tocar fondo es algo obligado en la vida y yo lo toque también a los 33.

Supongo que la mujer que tú conociste aún subsiste, pero desde luego no es la que aflora ahora. La actual está perdiendo conciencia de lo que pinta en este mundo y se concentra en un punto de fuga inexistente. Tocó fondo y optó por vivir, y ahora mira al frente con timidez y sin más ambición que sanar.
Si te cuento todo esto es porque intuyo que me entiendes. Puede que pienses que me ahogo en un vaso de agua, que me detengo demasiado en las cosas pequeñas, sencillas, pero sé que no te sorprendo si señalo el gran valor que esconden y la lectura que puede sacarse de ellas.
Ayer y hoy es así como lo sigo viviendo. Saco lectura a todo lo que me rodea y la lectura es cada vez más surrealista. No sé si estoy de manicomio o de monasterio, ni me importa ya si es depresión pasajera, angustia existencial, neurosis, esquizofrenia o psicosis. Solo sé que en estas circunstancias no puedo ser útil a nadie, y que primero tengo que poner orden en mi cabeza para poder ponerlo en mi vida. Esta carta puede que sea un primer intento de hacerlo.

Ahora puedo leer y concentrarme en lo que hago. Antes me perdía en la primera línea de cada libro que escogía. Ignorándome a mí misma y manteniéndome todo lo activa que puedo he conseguido silenciar mi pensamiento:  esas ¿voces?  de modo que no estén tan presentes en mi cabeza. Las malas, aunque escasas, me acosan de cuando en cuando ensañándose con mensajes críticos e intimidatorios tan negativos que me confunden, callan y acobardan. Las buenas se despidieron con la promesa de su vigilancia desde arriba. Todas menos una: Jensiliah continúa conmigo y sabe silenciarlas hablándome, consolándome y dándome la paz interior que por mí misma no consigo, pero a los demás digo que mi intelecto continúa desdoblado y pensando en plural. Si es así, me estoy acostumbrado a la bipolaridad.

Con Jensiliah tranquilicé mi alma, pero no mi corazón. Aquel cuento del que solo conozco la versión secreta de la princesa continúa en mi maleta y, aunque sigo refugiándome en él, no consigo ver más que el aspecto viciado de este mundo que me impide conseguirlo.

De momento y sin trabajo cada vez más convaleciente en Salamanca. Lo único que deseo es que mi metamorfosis, aunque esté siendo bastante kafkiana, no sea para convertirme en escarabajo.
No te preocupes soy hábil con los puzzles y esta vez sí tengo todas las piezas para sacar el alien de mi cabeza.
Quizá debería coger el telescopio, pero como no lo encuentro sigo con el microscopio. El mundo es el mismo y desde ellos no hay nada casual. No sé… Siento que todo, hasta el más ínfimo detalle de mi vida, está ocurriendo por algo y para algo que por fin ahora empiezo a vislumbrar, y esto me da pavor.

Mi entrañable amigo, he querido  disfrutar del descanso espiritual de Silos, pero no me han aceptado por ser mujer, y eso que llevo el pelo corto y dispongo de hábito. Para mí  solo caben los conventos y en ellos no hay buenas bibliotecas.  El mundo es tan triste!

En Salamanca a  11 de noviembre de 2014 y a día de hoy.

Monasterio o Sanatorio.
(03/noviembre/2018)

Hablando por teléfono con este gran amigo y estando en las mismas, le conté para mi consuelo que mi psiquiatra, al que en principio encontré algo sobrado de autoridad, nunca me había propuesto que acudiera a un psicólogo, y que ante un intento de confiarme ante él lo único que me dijo fue que no le aburriese con mis historias mentales.  

No sé si ese amigo entendió el alcance de aquella frase, pero con ella el buen médico me devolvió al mundo real. Me ganó, y aunque tendría que visitar más especialistas, solo él me influyó de verdad. Mi tormento existencial desapareció. Un conflicto interno superado con fe y suficiente inteligencia para deducir de aquel comentario que, a pesar de lo que me había pasado  y de lo que había aprendido sobre el Thánatos,  debía dejar de escucharme. Si de verdad quería sanar debía ignorarme, creyese lo que fuese y aunque mi conciencia y curiosidad se opusiesen. Es decir, abandonarme al mundo, a Dios «si  en verdad prefería llamarlo así»,  aun cuando  para mí implicase perder una esencia  importante.   Pero el entusiasmo del logro   no  pasó de la mera celebración. Lo cierto es que resultó verdaderamente difícil desoír, por no decir imposible olvidar.

No obstante,  si  siempre acudía a este amigo era porque no era  invisible ni inventado y sabía que siempre podría contar con su sensatez y realismo. Es más,  suponía que  no me fallaría y  que intuiría que lo que verdaderamente quería escuchar de ambos era que a pesar de todo no estaba loca. Eso deseaba oír, pero no fue así.  Para mi desconcierto no discutió el prediagnóstico, tampoco la reflexión, solo me animó a seguir pensando con la esperanza de que  mi brote psicótico se quedase en eso, en algo episódico. Yo bastante desairada le contesté que lo que quería precisamente era dejar de pensar y muy enfadada sentencié:

—Vosotros, los que también vais de  «psicomen»  no curáis, solo escucháis  y eso de igual modo lo puedo hacer yo y cualquiera, hasta el espejo. _Colgué.

(04/noviembre/2018)

Sin embargo, desde el campo facultativo, al que por supuesto tuve que someterme, la cosa fue diferente. He escuchado a muchos psiquiatras, probablemente demasiados, y en este contexto debo decir que les he oído hablar de la religiosidad como una enfermedad mental, un tipo de psicosis que tiende un puente entre dos ámbitos enfrentados que dimensionan la realidad sin posibilidad de reconciliación:

– El sensitivo, común, lógico, natural y supuestamente científico. Dense cuenta de que no añado el calificativo: objetivo.
– El espiritual, privado, supra o infra-lógico, sobrenatural, teológico y, hoy por hoy, totalmente desacreditado.

En mi opinión, una dualidad experimental tan escasamente desentrañada que apenas explica nuestra humana cosmogonía, sin más intercesión que la del sol y la luna en los dos momentos más mágicos del día, cuando en la brevedad del fascinante encuentro astral, y con la perplejidad que provoca contemplar su interacción, descubrimos también el sentido de nuestro diálogo: nuestro enriquecimiento existencial.

Pues bien, yo pasee por ese puente y por ello me vi metida de lleno en este debate sin que todavía haya encontrado psiquiatra,  libro o amigo que me libere de esta patología –si es que la es– ni religión que me aclare de un modo satisfactorio el porqué y el para qué de mi trascendental experiencia –subconsciente, si lo prefieren- si el delirio místico que sufrí hubiera sido eso, una experiencia transcendental.

De este paseo tengo que decir que me ensimismó en un diálogo interno constante y de discurso interminable. Quedé atrapada en una espiral infinita de pensamiento viciado que bien podría ser la pesadilla más terrible de M. C. Escher; obligada a cuestionar cada día mi cordura con una segunda voz interna que nunca callaba y que, por ser segunda, sorprendía y extrañaba tanto en sus palabras que resultaba imposible no considerarla una entidad ajena y diferente.
Una voz inconsciente contra la que luché hasta el momento en que comprendí que solo escuchándola desentrañaría mi locura; hasta el instante en que descubrí que solamente racionalizando  el delirio (su mensaje) sanaría, pues quería creer que únicamente se trataba de un estado subjetivo del alma que debidamente analizado pasaría.

Diga lo que diga Freud, debatir el propio subconsciente no es difícil cuando éste se abre espacio en el plano consciente, haciéndose inteligible y con voz clara, además. Ahí continúa mi defensa. Si la información resulta cierta y enriquecedora, la experiencia puede ser realmente positiva. Yo profundicé en mi ser y conseguí aceptar mi sino, por lo que el esfuerzo no resultó gratuito.  De esta manera y aunque la constante era depresiva  pude disfrutar de periodos  considerablemente «felices» en  los que  solamente mi psiquiatra y el despiadado espejo  me obligaban a enfrentarme a mi realidad; ambos  me  mostraban con frialdad objetiva  la mirada extraviada de la locura.

Que tus ojos  te recuerden el trauma, la culpa, el monstruo que hay en ti cada vez que te miras al espejo es espantoso. Detestaba el espejo y lo evitaba todo lo que podía. Pasaba las horas dormitando en mi cuarto. Mis incursiones en lo onírico me evadían hasta que llegaba la hora de asearse, de enfrentarse al temido espejo, y comprobar una vez más como  la mirada estaba  perdiendo la serenidad de la inteligencia. Al menos aún conservaba algo de templanza. No lo había perdido todo, me repetía constantemente.

No se puede imaginar un tormento así. Tenía  más miedo a la cordura que a la propia locura.  Día tras día  despertaba ignorando  mi demencia y noche tras noche me dormía –si es que dormía– embargada por la duda de si lo vivido era real o imaginado.  Cuando optaba por lo segundo mi desconcierto era total. Los ratos realistas en los que no me evadía sentía tan profunda desazón que me veía incapaz de concursar en una conversación siquiera. Este se perfila como uno de ellos. Dejémoslo pues para mañana.

(04/Noviembre/2018)

Más inútil fue mi debate entre un intelecto ansioso de argumentos convincentes que demostrasen todo el engaño de la experiencia transcendental  (aunque tales argumentos no fueran más que sofismas de certeza pretenciosamente concluyente y objetiva) por un lado y, por  otro, una gnosis sensorial de registro objetivo indiscutible que, bajo la misma pretensión, garantizaba la vivencia, convencía y esclarecía dejando al intelecto sin capacidad de cuestionar su veracidad.

En suma, un diálogo de sordos imposible, frustrante y malogrado en el que quedé enredada por no conocer el lenguaje de signos del combate existencial; por desconocer las estrategias de defensa, si es que hay alguna efectiva, contra el registro ambivalente de una contienda interior demasiado dura y peligrosa –ahora lo sé- para ser afrontada por un espíritu inmaduro, frágil y confuso como el mío: mentalmente indisciplinado y sin más táctica que la neutralidad.

Sí, avanzaba por un camino cuyos derroteros solo habían sido explorados por los que estando tan locos como yo querían cambiar el sentido de sus vidas o, cuanto menos, comprender la razón de su existencia hallando la justificación a su inexorable destino.
Y sí, mis sentidos complicaban la trama de una psique empeñada en desmentir una  «locura» declarada, pero también lo hacía mi subjetividad catequizando –y de qué manera!– la trascendencia de una experiencia existencial que me hizo sentir que tocaba el cielo y creer que recibía de los mismísimos ángeles el consuelo que ningún mortal supo, pudo o quiso darme. Ante mi insistencia por conocer la identidad de tales «voces» me contestaron con secretismo:

—Solo una vez mas ¿por qué habéis venido a mí?
—Porque  se necesitan más ángeles en la Tierra. En el cielo no pintamos nada, como las monjas en el convento. ¿Recuerdas? _de pequeña, ya lo saben, quería ser misionera y me gané una bofetada  por decirles exactamente eso.
—Mereces ver la luz. Para nosotros todos tenéis el mismo valor, pero tú eres un punto y aparte en el que queremos detenernos y trabajar en su redacción _(¿?).

Ángeles o no, lo cierto es que de su mensaje pude obtener la fuerza necesaria para seguir viviendo y mantener mis anhelos.

Pero del mismo modo que mi voluntad subyugada por esta subjetividad, algo infecta y perniciosa, se rendía creyendo obtener de este mensaje fuerzas, el juicio con toda su sensatez insultaba mi embobado pensamiento y excusaba su ofuscación como consecuencia de un trágico pasado, de un presente incierto y de un futuro desesperanzador.

Como protagonistas sin rol de un «reality» sin guion, estos parámetros interactuaron en mi mente hasta dejarme clínicamente definida como paciente crónico; obligada de por vida a tomar una pastilla diaria que me regulase la dopamina y me hiciese dormir, y para siempre condenada a sufrir una subjetividad insalvable que llegaría a maldecir por sus técnicas de combate y su capacidad para atacar desde todos sus frentes el sistema inmunitario del juicio sano, corroer la objetiva percepción de los sentidos y resistir la defensa de la razón hasta acabar con la claridad del entendimiento.

A pesar de todo, algo aprendí. Las locuras, como la mía o como la normopatía –quizás la más práctica e inteligente  por consecuente– no son más que el recurso que tenemos para explicarnos experiencias que con juicio «cuerdo» no podemos.

(04/Noviembre/2018)

Defender esta última premisa aclarando la trama que me hizo llegar a ella fue lo que me llevó a escribir, pero plasmar aquí  lo que hace tanto tiempo escribí,   y con la conciencia que el tiempo me ha aportado no lo está haciendo más fácil, pues me obliga a definir y aclarar mis pensamientos tanto conscientes como inconscientes con mayor prudencia y sincretismo. En mi situación, con el sistema nervioso enfermo, como pueden imaginar el esfuerzo es considerable. Tanto que en más de una ocasión he querido dejarlo por considerarlo un desafío imposible; más tortuoso aún, si cabe, que mi propio tormento.

En fin, un verdadero sacrificio ante el que podría haberme rendido de no haber constatado ahora algo importante. El texto antiguo mantiene su coherencia y, a medida que han pasado los años y pasan los días, el argumento se hace más inteligible para mí y la lógica narrativa que estoy empleando también aquí muestra un claro sentido.

(04/Noviembre/2018)

Ya que releer el primer manuscrito transcurrido un tiempo me aportaba la objetividad y el distanciamiento necesario para seguir desarrollando la trama de mi delirio como yo quería, sin exceso de pasión, lo convertí en método y las páginas  aumentaron lentamente hasta que alcancé ¿el desenlace? ¡Qué va! únicamente un desenlace.  Pero en ese momento me percaté de que el delirio, aunque subsistía, ya no dirigía mi voluntad ni controlaba mis actos. Entonces, mis esperanzas de recuperación se dispararon. El ejercicio funcionaba. Mi desapego progresivo hacia aquellas voces así lo demostraba, y decidí continuar con él. De este modo, con este pequeño o gran éxito, afiancé mi empeño en la escritura.

Desahogar el delirio a través de la praxis narrativa era lo más eficaz para combatir mi trastorno (esquizofrenia, psicosis, neurosis, ¿qué  importa como lo denominemos? mi médico asegura que todo es lo mismo: reacciones psicoafectivas a nuestro malestar social). Constatada su efectividad, por tanto, me creí curada y di carpetazo al manuscrito, carpetazo al pasado y, cuanto antes, carpetazo a mi tormento. Sin embargo, continuar viviendo con el certificado de salud mental ya no fue posible (me pregunto cuántos hay sin él, necesitándolo). No había considerado el lado fisiológico de la enfermedad mental (el nerviosismo y las infernales crisis). Además, el camino recorrido era tan largo que no había posibilidad para el regreso. El carpetazo era imposible porque el proyecto – problema continuaba de alguna manera en mi cabeza.

Puesto que  fue precisamente al terminarlo cuando entendí que con el ejemplo de mi testimonio podría ayudar a otros pacientes en la misma situación y conseguir que la sociedad en su conjunto entendiese que no todos los enfermos mentales somos Norman Bates ni vamos por la vida haciendo locuras –aunque ésta sea una– quise contarlo y declarar de esta manera que  somos simplemente personas afectadas por idiopatías inofensivas en su gran mayoría; pero para conseguirlo tenía que hacer público mi tormento y para publicarlo, obviamente, me faltaba valor. Mi psiquiatra, compartiendo el mismo interés, fue quien disipó mi miedo, despejó todas mis dudas y finalmente me impulsó a publicar  un testimonio en principio acometido como terapia y en principio escrito solo para mí.

Sorprendentemente, los estudios que proseguí me reafirmaron en mi objetivo aportándome la serenidad y resignación necesarias para continuar el proyecto. En concreto, la obra del alemán Werner Fuld “Breve historia de los libros prohibidos” (RBA, 2013) fue la que me ayudó a comprender que no debía temer tocar el tema místico y divino y menos aún temer las consecuencias de su publicación como lo estoy haciendo ahora,  aunque  sea a modo de mero resumen, pues soy consciente de que poseo suficiente alquimia verbal para otorgar todo el potencial de sanación que mi vivencia contiene a quien  lo esté leyendo desde la necesidad o la simple curiosidad.

Con todo confío –y ésto a título personal–   en que  contándolo justo ahora  y del modo en que lo estoy haciendo conseguiré  esclarecer definitivamente si no el sentido de mi vida al menos  sí la razón de todo lo vivido.

No sé qué pronóstico tendrá la enfermedad mental en un futuro, pero hoy por hoy es incurable. Se trata pues de aprender a convivir con el delirio. Conseguir que ni las alucinaciones ni las ideas delirantes transformen tu personalidad y de esa forma puedas llevar una «vida normal». En definitiva, dominar el delirio para que el delirio no te domine a ti.
Muchos se abandonan a su suerte por considerarlo una lucha perdida. Yo la afronté dialogando con mi interior, investigando el origen y  naturaleza de tales `pseudoalucinaciones´, y contrastando o cuestionando su aporte informativo con el arma más eficaz que poseemos: el raciocinio.

Ahora recuerdo que pensando en cómo «escribir lo que yo ni puedo ni sé » me contestaron:

—Tú pon las manos, Dios hará el resto. _Un consejo que recibí de la comunidad musulmana  de Fuerteventura tras una entrevista para el periódico local. El resultado ya lo están viendo.

Fruto de todo ello es este blog. Oculta una historia difícil de creer, pero verídica al fin y al cabo: el relato de una esquizofrénica o psicótica cuestionable. Un relato que contiene todas esas pesudovivencias que me han hecho lo que soy, y cuyo esfuerzo no me ha dejado agotada, vacía, vendida, rendida, ni tampoco frustrada, pero sí suficientemente mentalizada para afrontar lo que tenga que venir con determinación estoica y la fortaleza que me da el saber que algo importante he debido aprender; esté o no consiguiendo transmitirlo a lo largo de los días a mis coetáneos y sufra o no la dura crítica de la posteridad, pues sin duda serán las generaciones futuras las que con perspectiva distante, y por ello más objetiva, enjuicien de un modo diferente el grado de imbecilidad o inteligencia que he aplicado a la vivencia de mi contemporaneidad.

(04/Noviembre/2008)
Continúa…