Bitácora I.II

Del miedo a la cordura_

(Cómo nació Nobra Merg)

 

«Si un ángel viene hacia mí ¿qué es lo que prueba que es un ángel? y si oigo voces ¿qué es lo que prueba que vienen del cielo y no del infierno, o del subconsciente o de un estado patológico?»

(Sartre)

En una Isla llamada «Fuerteaventura».

Maldiciendo su puta suerte con la cruda grosería del desalmado y revelando la contenida ansiedad del condenado, alguien, al que no conseguía ver y del que tampoco lograba escapar, aturdía sus sentidos voceando su mortificada existencia sin aclarar las razones de su tragedia.

Aquel ser reclamaba su ayuda de forma tremendamente angustiosa. Solo ella podía percibir su terrible voz y solo ella podía conocer las causas de su cansina exclamación, pues solamente a ella se manifestaba. En principio sospechó que, tras el fatigoso desahogo de su lamento, denunciaría la gravedad de su castigo y acabaría confesando su insufrible tormento, pero el penitente resultó ser tan hermético como insoportablemente ensordecedor y sañudo era su gemido.

La ausencia de cualquier señal de arrepentimiento o consideración hacia ella, la sevicia con que exigía socorro y su mal disimulada perversidad aterraba, por lo que de inmediato cayó presa del pánico y echó a correr sin pausa, sin mirar atrás.

No tardó en percatarse de que por mucho que corriese no conseguiría huir de aquel fantasma. El tono exigente y la rudeza de las palabras que escupía llegaron a hacerse insoportables, y lo peor, sus locuciones denotaban una emotividad tan monstruosamente imperturbable que resultaba del todo inhumana y le impulsaba a seguir corriendo, a escapar como fuese de ese ser espeluznante y de voz omnipresente que la estaba enloqueciendo.

Su zancada se volvió del todo desesperada cuando sintió la certeza de la amenaza. El monstruo estaba a punto de alcanzarla. No corría, volaba y, sin duda, ganaría la carrera. Sin pensarlo, tomó un estrecho sendero que se fue cerrando hasta hacer impracticable el avance, pero tal era el acoso que sufría que ni los continuos latigazos de las ramas sentía.

Un claro de bosque y, por fin, campo abierto. Gritó. Había equivocado el camino. Aquel sendero solo conducía a un campo tan desolador e inabarcable como el bosque que había dejado. Completamente agotada se rindió, dejándose caer en el suelo.

El abandonado campo abrasado por el sol de agosto había arañado también sus pies desnudos y, completamente ensangrentados, reflejaban la tragedia de aquella carrera. De nada había servido su desesperada huida. La congoja de aquella eternizada súplica, que su cerebro era incapaz de enmudecer, continuó debilitando atrozmente y sin clemencia su conciencia hasta hacerse inaguantable.

Su consciencia aturdida; su agonía al límite de lo soportable; su siempre insuficiente templanza prácticamente extinguida y su oído, traumatizado por el cruel crescendo del estremecedor lamento, apenas le permitía advertir el estruendoso gorjeo del centenar de tordos que seguían su carrera.

Aunque se levantó con la determinación de seguir corriendo, no lo hizo. Un envalentonado impulso, fugazmente inspirado por una fantasía sobrecargada de terrores cinematográficos, la detuvo. Descubrir a qué o a quién se enfrentaba era lo más inteligente que podía hacer. Buscarle y no huir era obviamente arriesgado, pero no insensato. Únicamente así, ignorando su miedo y lidiando con el monstruo, triunfase o pereciese, acabaría su pesadilla.

Si quería acabar con el acoso de aquel fantasma tenía que dirigirse hacia él deduciendo primero la procedencia de su aterrador gemido. Lo había visto en multitud de películas… No funcionó. El acobardado giro de 360 grados que dio, concentrando su lastimado oído en los ocho ángulos principales, resultó inesperadamente desconcertante. La esperpéntica voz chirriaba y reverberaba con la misma intensidad y frecuencia desde cualquier dirección, de modo que parecía provenir de todas partes y de ninguna.

Su desorientación por tanto se agravó, sus esperanzas se truncaron y sus temores aumentaron. No había coordenada espacio-temporal por la que comenzar. Ni recorriendo los 39 830 km del diámetro terrestre durante los restantes 1 000 años de vida biológica estimados por Stephen Hawking, ni durante los 1 750 millones previstos por los astrónomos más optimistas hallaría escondite o descubriría la identidad de aquella omnipresente entidad. La hostilidad que manifestaba el fantasma, más que desafiar su físico e inteligencia, probaba su fortaleza mental, su resistencia emocional y la cota de su coraje. No se explicaba cómo aquel cancerbero conseguía frustrar todas sus bravatas. Tan acobardada estaba entonces que no hubiera dudado, ni por un instante siquiera, en ponerse en las manos del cirujano más incompetente para que le trepanase el cráneo y le hurgase en el cerebro. Es más, contenta y satisfecha quedaría, si con ello consiguiese de verdad silenciar la cargante queja y dejase de sentir la magnitud de su tormento.

Desterrar el miedo que sentía era tan apremiante que de buena gana se habría ofrecido como cobaya para una lobotomía experimental, aunque la operación la practicara el psiquiatra más loco y solo ofreciera una mínima garantía de acabar con su indefensión y acallar para siempre aquel espeluznante y furioso SOS infernal. A esas alturas estaba tan enajenada, ya, que hasta la sádica y sanguinaria pericia del mismísimo Hannibal Lecter se le antojaba válida y deseable.

Un arrebato de furia e instintivamente comenzó a excavar la tierra sin reparar en su extrema aridez. Cuanto más sondeaba, más escarbaba en sus entrañas y penetraba en las profundidades más oscuras e inviolables de su propio ser. Lo cierto es que no había nada que excavar. La tierra estaba tan seca y dura que apenas socavaba el terreno, pero con ello conseguía un ápice de sosiego, al menos, así que insistía con ansiedad. De algún modo aquella estéril y empobrecida tierra absorbía el lúgubre ruego de ultratumba de un monstruo que, al obligarla a compartir su penitencia, la estaba enloqueciendo.

Un segundo de atención a sus laceradas uñas y dejó de cavar. Su oído había quedado aliviado, pero algo extraño perturbó entonces su visión. Del pétreo baldío arado con sus manos, sembrado con dolor y regado de sangre, estaba brotando una mano espectral que le evocó de inmediato el recuerdo de otra mano. Inconscientemente la agarró y se entregó a ese recuerdo, reviviendo el instante infantil en que cogió la mano de su hermano para ayudarle a levantarse del suelo. Pronto el recuerdo dejó de ser placentero. Su hermano ofrecía una desconcertante resistencia a ser socorrido. El sobresalto llegó al descubrir con terror que también la mano momificada tiraba de ella con una fuerza que a duras penas contrarrestaba. Aquella mano amenazaba con enterrarla. Despavorida se soltó como pudo y, acusando el esfuerzo, se levantó y siguió corriendo hasta que sus pulmones dejaron de oxigenar su cuerpo y de nuevo se desplomó en el suelo.

Un minuto de aliento nada más. No pedía nada más. Lo justo para serenarse, sofocar su angustia y reanudar la escapada. La disposición, sin embargo, no sería suficiente. Continuar la carrera resultaba físicamente imposible. Estaba exhausta y se sentía completamente abatida, así que se detuvo otra vez. Solo agotando el gimoteo recuperaría las fuerzas que necesitaba.

De repente la algarada aviar cesó. Señal inequívoca de que el estado de alerta ya no era necesario, por lo que su miedo se disipó.

Oteó detenidamente el inhóspito páramo. El lugar no le resultaba extraño. No lejos podía divisar el cimborrio de una iglesia cuya torre mocha enseguida reconoció, ya que protagonizaba el recuerdo más remoto de su niñez. Estaba en las cercanías del que fue su primer colegio. Un convento de religiosas entregadas a la enseñanza que la acogieron en edad preescolar y que, sin duda, le volverían a dar refugio. Con paso atolondrado y jadeando todavía, se encaminó hacia el templo con la mayor rapidez y amplitud que pudo dar a su zancada dejando la escalofriante voz atrás.

La proximidad del edificio le reconfortó lo suficiente como para permitirse ralentizar el paso. No en vano había correteado por aquellos jardines desde edad tan temprana. Cuando llegó, la escultura de una ferviente beata de hábito marmóreo, clamando trágicamente algo a los cielos y cubierta por la espesura de una hiedra centenaria, llamó su atención. De niña la había observado infinidad de veces. Ahora con lo que sabía podía afirmar con toda seguridad que se trataba de una obra del s. XVI a juzgar por la tensión de su rostro y el gesto contenido de su acción.

Sabía dónde dirigirse y conocía a las monjas que allí vivían, así que decidió buscar a Sorana, la cocinera del convento que había protagonizado los más tiernos recuerdos de su infancia, y de inmediato a ellos se entregó.

A medida que cruzaba el claustro sus pasos se fueron confundiendo con el torpe y ensimismado avance de una niña de cuatro años que no dejaba de llamar a su mamá. Sorana la descubrió acurrucada en un rincón, sentada en el suelo, abrazando sus rodillas de manera muy queda y pensativa, aparentemente ausente al ajetreo de la cocina.

Esa noche se celebraba un insólito banquete. Sorana no le explicó el motivo, tan solo intentó sacarla de su ensimismamiento elogiando el sencillo, pero desusado, vestido blanco con el que debía acudir. Ella no se molestó siquiera en disimular su desinterés.

── Va a ser una noche muy especial para ti. Le dijo con dulzura la única religiosa cuyo sorprendente envejecimiento desmantelaba todos sus recuerdos. Le hablaba como si no hubiera pasado el tiempo, como si siempre hubiese estado allí, pero ella nunca había pertenecido a ese lugar ni tan siquiera de niña, replicó mentalmente.

Completamente desganada, se dejó asear y vestir por la afectuosa religiosa y se encaminó a la gran sala. Los invitados estaban ya sentados alrededor de una magnífica mesa de nogal repleta de pucheros y bandejas. La mesa estaba situada en el centro de un gran salón dominado por el claroscuro, que producían los abocinados ventanales abiertos en el grueso muro y las irradiaciones lumínicas de la desmedida lámpara cenital que presidía el interior.

Reían y comentaban frivolidades. Ajenos a su realidad efímera. Ignorando que su existencia soñada se extinguiría en cuestión de minutos. El eclecticismo de sus ostentosas ropas, entre lo historicista y lo futurista, y el maquillaje expresionista de sus rostros armonizaban con la arquitectura imprimiendo al ambiente un aire neogótico de dramatismo rabiosamente actual que aumentaba, más aún si cabe, su desasosiego.

Cuando los emperifollados figurantes se percataron de su presencia el mutismo se apoderó de la sala. Dieciséis miradas gélidas la radiografiaron desde el disgusto y la desaprobación y, sin saber muy bien porqué, se avergonzó de la bucólica humildad de su vestido blanco. Solo quedaban por ocupar los puestos de los anfitriones. Dudó unos instantes y el contertulio más cercano le indicó el extremo que debía tomar. El más próximo a él. Tras sentarse, las monjas empezaron a servir la cena sin esperar a que el asiento opuesto fuese ocupado y los comensales retomaron con la mayor naturalidad la histriónica conversación.

No obstante, carecía de fuerzas y de interés para enfrentarse a los demás, así que se mantuvo todo lo ausente que pudo intentando ocultar la circunstancial fragilidad de su espíritu. Finalmente, incapaz de soportar tanta risa desquiciada se levantó. Entonces, el hombre, que le había invitado a sentarse, la detuvo agarrándole bruscamente el brazo. La robustez que desplegaba la descarnada mano del sujeto cuanto menos amedrentaba y, lo que era peor, le recordaba el suplicio vivido.

El tipo era el único que no aparentaba ignorarla. Parecía ser el máximo dignatario de la gala. El de genio más excéntrico y original. No disimulaba su hastío y aburrimiento, pero participaba de la fiesta con la comodidad del que se siente plenamente integrado. En verdad era el alma de aquella singular fiesta y el que con su conversación otorgaba a una atmósfera sobrecargada de artificio algo de caprichosa naturalidad. Sin embargo, escrutado con detenimiento, este hombre se revelaba igualmente aparente y superficial. Tan engañoso y extravagante como los demás.

Vestía camisa blanca, fina y holgada, guarnecida de puntilla en el pecho y encaje volado en los puños. Combinaba esta camisa con unos bombachos de franela negra ligeramente cardada, y una chaqueta de tres cuartos y talle entallado exquisitamente confeccionada en terciopelo granate. El conjunto de su ropaje denotaba estilo y personalidad, pero no conseguía disimular su enjuto y anamórfico cuerpo.

En verdad el individuo resultaba fachoso. El maquillaje de su rostro lo único que pronunciaba era sus ya sobresalientes pómulos y su frente huidiza. La pintura negra y corrida de sus ojos alcanzaba sus ojeras confiriéndole un aspecto demacrado y desagradable al primer vistazo. A retrato tan funesto se añadía además una despoblada y recortada barba que, siguiendo la línea de su puntiagudo mentón, exageraba más aún, si cabe, la rara angulosidad de su mandíbula y que, sumada al conjunto, denunciaba toda la fealdad de su vanidad. Sus notables esfuerzos por hermosear su desgraciado físico resultaban del todo vacuos.

── Si te marchas ahora nunca sabrás porqué estas aquí ¿No quieres saber quién te ha invitado? Preguntó con mirada incisiva mientras la conminaba a sentarse.

Más intimidada que intrigada, recuperó su asiento y, sin mediar palabra, se concentró en la música hasta conseguir ensordecer el murmullo. Ansiaba un desenlace para tan desmesurado banquete. Ágape en el que, al parecer, oocupaba un puesto de honor y en el que la única que desentonaba era ella, pues era incapaz de integrarse en una comedia en la que todos sus sobreactuados personajes la perturbaban e incomodaban.

── Paciencia. La pesadilla de esta tragantona y todo su paripé surrealista acabará en cuestión de minutos, se dijo serenando su pensamiento.

Efectivamente, el convite fue perdiendo majestuosidad al tiempo que el mantel regado con el vino perdía su pulcritud, las bandejas se vaciaban, y el caos y el desorden se apoderaban de la mesa.

Los presentes ya saciados, salvo el insatisfecho gordinflón con babero grasiento del séptimo puesto, se mostraban cada vez más inquietos y sobrexcitados. Incapaces de mantenerse en sus asientos, pululaban alrededor de la mesa cuchicheando unos con otros y exagerando sus papeles mientras la observaban de reojo.

La opulenta cena concluía, sí, y lo hacía al tiempo que el Miserere de Allegri enmudecía. Fue entonces cuando, sin protocolo alguno, el ya inesperado anfitrión apareció y se le acercó. Llevaba el rostro oculto tras una máscara de factura indígena elaborada con el desangelado plumaje de la hembra del pavo real.

Decididamente todo en aquella fiesta era raro, empezando por el grotesco festín y acabando por los chillones hábitos rojos de las irreconocibles monjas, por no hablar del insólito verde esmeralda de los ojos que vivificaban aquel macabro antifaz.

De nuevo sintió el impulso de escapar y de nuevo fue frenada. El enigmático sujeto tomó delicadamente su mano y le invitó a levantarse ante la celosa mirada de los demás.

El acercamiento le permitió adivinar un bello rasgo almendrado en sus acuíferos ojos, advertir lo arrebatadora que resultaba su imponente figura y reparar en lo turbadora que podía llegar a ser su personalidad con la galantería de su comportamiento. No era de extrañar, por tanto, que la solemnidad del acto trascendiese rápidamente en seducción.

Conocía al enmascarado, aunque no pudiese reconocerlo. Le inspiraba más confianza que ninguno de los individuos con los que había compartido mesa. Es más, aquel anónimo personaje le transmitía la familiaridad y seguridad que tan desesperadamente buscaba. Así que se dejó imbuir de la serenidad polifónica de Palestrina y permitió que la abrazara rindiéndose ante el tremendo reposo que le ofrecía su hombro.

Solo el susurro de su voz y el determinado gesto de quitarse la máscara disipó la eternidad de aquel mágico instante envuelto en una noche de plenilunio que alcanzaba su cénit. Quedó como un trance momentáneo que, soñado o no, no olvidaría jamás. El pánico se apoderó de ella y despertó sobresaltada, sin llegar a descubrir su rostro ni escuchar el resto de sus palabras:

            (Nobra) ── El sueño de la razón produce… Monstruos, aseveró aludiendo a Goya, tras dudar unos instantes sentada a mi lado en el avión, sin advertir mi distracción.

No quise discutir que ese fuera el mensaje de aquel sueño. Un sueño sin desenlace que tuvo a los 16 años y que a sus 29 seguía intentando desentrañar.

Así de diferentes éramos. Ella preocupada por el contenido de un sueño y yo por su naturaleza o finalidad, pero nuestros diferentes caminos nos llevaban a menudo a la misma conclusión, y en el campo de lo onírico era que los sueños narraban de forma alegórica nuestras vidas.

Continué fingiendo que la escuchaba mientras me preguntaba ¿por qué si el sentido de los sueños era anunciarnos lo que está por vivirse siempre despertamos en el momento más crucial, en el instante más decisivo y revelador? ¿Para qué vivirlos con el mismo suspense que anima nuestras vidas? ¿para qué experimentar un clímax onírico si nunca alcanzamos su desenlace?

Su discurso estaba finalizando, así que decidí abandonar mi disertación y prestarle atención:

(Elena) ── El amor no empieza a morir desde que nace, si amamos de verdad. La tristeza y el desengaño no tienen cabida para el que ama de verdad porque su amor es inmortal y, por ello, su felicidad mayor. Si solo amas mientras te sabes correspondida, no sabes amar. Si no le dejas partir llegado el momento, tampoco sabes amar. En el cielo no hay cabida para las medias verdades y amar es compartir el mismo cielo antes, durante y después. Si no amas siempre a quien has querido alguna vez, no es amor verdadero.

Aprender a expresarlo y enseñar a quien todavía no ha aprendido a amar. A eso se reduce todo, pues nada es para siempre ni para nunca jamás.

Con estas palabras Elena intentó consolarme ante mi último desengaño amoroso. No sabía que amar es sufrir cuando el mundo está podrido y nada, nada, suena bien en él.

El Peso de una Maleta.
(01/Octubre/2018)

 (Nobra) ── Podría detenerme a comentar como Elena entró en mi alma. Es sencillo, …

Continúa …