Bitácora I.-IV

La insanía.

«Si un loco persistiera en su locura, se volvería sabio»
(William Blake)


QUADROPHENIA:

Ricardo, mi otro hermano, me recogió en Barajas el  mismo día de mi partida (el  01 de noviembre del 2001). Aunque era diez años menor, yo le  consideraba mucho más maduro. Estaba felizmente casado y tenía dos niñas que estaba deseando ver. Cuando nos descubrimos me eché en sus brazos. De inmediato advirtió que no estaba bien. Prolongué tanto el abrazo que tuvo que desprenderse argumentando que mis sobrinas estaban también impacientes por verme.

Pasé la tarde en compañía de mi cuñada, Nina, rompiendo todas mis fotografías, incluida la de Stonehenge, a la vez que predicaba una oración:

_“De lo malo a lo bueno, pasando por lo neutro”.

Sin pensar siquiera en que podría arrepentirme, lo rompí todo  y me quedé sin recuerdo material alguno. Cuando mi hermano Ricardo regresó del trabajo,  Nina muy extrañada le contó lo que había hecho y  actuaron como si no pasara nada, quitándole importancia al asunto  y considerándolo una “rareza más de las mías”  .

Por la noche, las voces me sometieron de nuevo al  juicio final, pero esta vez de una forma mucho más dura. Un juicio más aterrador e insoportable  que el primero. No sabía qué hacer para escapar de mi sufrimiento. Superada por la situación, fui al dormitorio de mi hermano y,  tímidamente,  pedí ayuda. Se despertó mi cuñada y me sugirió que me metiese en la cama con ellos, al menos me sentiría más protegida. No fue así. Llegó un momento en que quise gritarles el tormento que estaba sufriendo, pero no  me atreví a despertarles e interrumpir  un descanso que ahora sabía tan necesario.

Como no podía dormir me levanté en cuanto oí ajetreo. Eran la 7 de la mañana y las niñas estaban despiertas ya. La pequeña de apenas 24 meses estaba jugando en el parque con un osito de peluche que llevaba un alambre engarzado en la cabeza. Me di cuenta del peligro que suponía para la pequeña y, con mucha dulzura, se lo quité  de sus manos y  desaté el enredado alambre consiguiendo que el osito volviese a ser inofensivo.  Cuando mi cuñada se levantó encontró el salón alborotado, el suelo lleno de cereales y el bajo ventanal peligrosamente abierto; dejando entrar un frío otoñal que ya anunciaba un invierno extremo. Yo, en cambio,  jugaba con las niñas sin percatarme del riesgo al que las había expuesto. Esa misma mañana  decidieron telefonear a mi madre  que se presentó en Madrid  el mismo día.

Todos estaban preocupados  por mí menos yo. Para mí todo era normal, incluida la repentina presencia de mi madre Annabel  y la visita de mi tía Esther. Decidieron observarme en silencio jugando a las cartas. Fue durante este juego como mi familia se dio cuenta de lo que me pasaba. Me descartaba de las cartas más importantes. Jugaba sin  sensatez ni estrategia.  Una nueva voz  había aparecido en mi  escenario mental.  

En seguida noté el intercambio de miradas entre ellos. Si se miraban era  porque   todos se habían percatado  de mi momentánea «tontera» y buscaban  el asentimiento de los demás.  ¡Esa voz había conseguido ocupar todo mi pensamiento! Me estaba olvidando de   jugar y, lo  peor, hasta de pensar. Aterrada, me levanté y cogí el móvil  para llamar, pero tampoco supe manejarlo. Me asusté. Aquella voz era terriblemente poderosa y, literalmente hablando, estaba sustituyendo mi cerebro por un ladrillo. Un SOS acongojado y al fin  reaccionaron. Con urgencia me llevaron al hospital más cercano.

Me acompañó  Nina. En aquel momento representaba para mí a Madre Naturaleza y era la que más confianza me inspiraba, pues había comprobado que sabía escuchar. Jensiliah me advirtió  que únicamente confiara en  una determinada doctora a la que reconocería por  que llevaría  un collar de cubos y esferas y de la cual fui hablando a Nina por el camino. En el hospital la doctora  determinó que estaba sufriendo un brote esquizofrénico, me puso una pastilla debajo de la lengua y recuperé mi cerebro. Efectivamente la doctora llevaba un collar de cubos y esferas. Yo no le di importancia, pero Nina  quedó estupefacta.  

Al regresar me acosté.  El monólogo  de Marie Curie, que a modo de nana  se sucedió, me depositó rápidamente en los brazos de Morfeo. Me despertaron a la hora de comer del día siguiente. Marcharía con mi madre a Salamanca, pero antes visitaríamos por iniciativa de Nina y Annabel a una vidente. La respuesta de esta mujer nos acabó convenciendo  de que ella  necesitaba asistencia psiquiátrica también, tanto o más  urgente que yo.

_   Tú no tienes “Quadrophenia” –¿!– A ti te pasa lo que a mí. Las dos hemos abierto la puerta. No la cierres. Yo hablo con la Virgen y soy muy feliz –argumentó–.

Nos marchamos  a carcajadas, y yo pensando en aquella puerta y en la fotografía de Stonehenge.


Hola y Adiós.
(11/Noviembre/2018)

Ya en Salamanca, la casualidad quiso de nuevo que me reencontrara con Iván. La casualidad, claro, y las voces que me anunciaron que éste estaba de visita  en la ciudad.  No tenía intención de salir, pero animada por la voz salí y me lo encontré. Se hizo el despistado.

—Le has encontrado, ¿lo ves?  ¿Nos crees ahora?
(Faltaría mucho más para que les creyese)
—Sí, pero o no me ha reconocido o pasa de mí _Cuestioné.
—Pues entonces actúa y salúdale tú.  No te acobardes, te verá convencida de  la amistad que os une.  Confía en tu comunión con ese hombre y no muestres demasiado dolor_Me sugirió otra voz.

Con la decisión que aporta el convencimiento ajeno quise darle un fuerte abrazo, pero de nuevo una mano invisible me detuvo. Yo dije cuatro. Él, seis. En realidad habían pasado cinco años desde que no nos veíamos. La conversación prosiguió con un dialogo  que fue tomando tintes cada vez más telegráficos y enigmáticos.

—¿Por qué te fuiste a Fuerteventura?  _Interrumpió, demandando una respuesta rápida porque tenía que irse.
—Quería trabajar  _Contesté escuetamente en un intento de atajar la respuesta  de la forma menos comprometedora, y consciente de que contarle la verdad requeriría confesarle mis sentimientos.

Percatado de  que había formulado una pregunta incomoda desvió la conversación hacia mi mano desnuda y, manifestando su pesar por el anillo ausente, prosiguió un interrogatorio que me fue resultando cada vez más molesto.

—Supongo que habrás conocido la felicidad?  _Preguntó en tono cínico.
—Sí,  me he sentido tremendamente dichosa. _Aseveré con furia.
—¿Por qué has regresado entonces? _Interpeló sin disimular cierto despecho.
—Porque la dicha se acabó.  _Reconocí finalmente, algo taciturna e incapaz de procesar el motivo e interés de un cuestionario tan directo.

Tras un silencio comedido pero significativo, durante el que sopesé contarle la verdadera razón de mi regreso, nos intercambiamos los números de teléfono y me despedí satisfecha de haber recuperado la relación.

Corría el año 2002 y era el 11 de noviembre. Esa fecha nunca se me pasaba porque fue el día que murió mi padre. Mi madre debió saberlo una noche tan gélida como ésta, supuse. La  niebla era espesa y confería a la ciudad un aspecto fantasmagórico ocultando el reloj de la plaza que había comenzado a dar las siempre puntuales campanadas. Es tarde, me dije acelerando el paso.

Medianoche.
(11/Noviembre/2018)

Salvo el encuentro con Iván el día había sido terrible, pero lo peor estaba aún por llegar:

Noche fría de finales de otoño, calles completamente vacías y un largo trayecto por recorrer. De repente, una sombra. Intenté guardar distancia, pero el individuo fue ganando corpulencia, así que resolví afrontar el temido cruce con mi porte más decidido… Tan solo un frío intercambio de miradas y la sospecha de cierto reproche paternalista  sucedió.
Después fue el paso rápido y amenazante de alguien tras de mí lo preocupante. Me concentré en el oído.
¿Cómo era posible? ¡Aquel hombre tenía que estar ya lejos! me pregunté y, respondiéndome en silencio, eché a correr aterrada sin perder un instante en mirar atrás …

Continúa …