DESDE LA VENTANA

Hay un halcón mensajero —un dragón, para mí— que sobrevuela el cielo de mi ventana aminorando la sensación de soledad y tristeza.

Hay también dos almendros que me anuncian la primavera, varias techumbres caídas que  impiden que olvide la senectud de nuestros días, y una chimenea que humea por las mañanas.

Con el paso del tiempo la nostalgia de ese paisaje se ha hecho mía y, a menudo, descubro los cristales empañados por las lágrimas. 

Cuando me asomo a la ventana buscando inspiración, encuentro siempre la que necesito, pues solo ella y el halcón conocen en profundidad mi dolor.

Ante ese ventanal suelo reflexionar. Su panorama invita a pensar y repensar lo que observo.

Se trata de un cuadro que solo cambia cuando ambos almendros florecen. Lo odié de niña por ajeno, perpetuo y prácticamente derruido. Ahora me resulta entrañable.

Ese viejo paisaje de tan efímera belleza apenas se ha transformado. Yo sí, en cambio. Mis ojos han mudado los lagrimales, las pupilas han aumentado y han aprendido, por fin, a valorarlo. He aprendido a ver. 

Sin embargo, en mi recuerdo hay otro cuadro más profundo e intenso, el interno, el paisaje humano que tenía mi hogar y del que, ahora, solo yo soy su testigo.

He querido cimentar este hogar con una nueva argamasa compuesta de unos cuantos libros de historia y literatura, otro tanto de discos  favoritos, varios cirios estratégicos y esa magnífica ventana. Con esa mezcla, todo en mi hogar está dotado de vida, de sutil belleza y armonía. Aun así, siento la falta y, constantemente, mi vista se desvía hacia ese triste reloj que colgado fatiga la pared.

A pesar de la añoranza que sigo sintiendo, mi dicha se mantiene al abrigo de este hogar bendito. Cada nuevo día, las paredes reverberan una sonoridad musical diferente, grata y continua, que en el vecindario le otorga una identidad serena, pacífica y tranquila. Al amanecer, el sol me saluda guiñándome de reojo e imprime en ellas una sonrisa.  Las plantas que me acompañan reverdecen cuando necesito alegría.  El creciente recogimiento interior que experimento a lo largo del día roza lo absoluto cuando el crepúsculo oscurece la ventana. Suelo dedicar esa gloriosa hora al estudio de la ciencia de los libros sagrados que guardan la luz de las estrellas y que en secreto me hablan. Es entonces cuando las llamas de las velas, que de forma ritual enciendo en mis largas noches de vigilia, flamean al compás de una misma melodía espiritual: la vida.  

Puesto que mis días carecen de partitura, en todo momento la casa entera, mi santuario, exuda bienestar, y lo hace a un ritmo de jazz anímico, sensible, empático, vital y, sobre todo, multifocal. 

A los que soñamos despiertos, un calor de hogar tan placentero nos hace perder la noción del tiempo, la necesidad del otro y el sentido de la realidad, pero en ningún caso, conciencia. Los más  hogareños tendemos a condensar ese tiempo  en  cuatro palabras y un único pensamiento: el deseo.

La interdigitalización de  nuestras manos apenas sirve para improvisar una  partitura musical realmente sentida o componer el sonido y el fraseo conceptual de un texto tan simple  o complejo como pudiera o debiera ser este.  A pesar de todo, el divertimento se consigue y puesto que la ensoñación, por adictiva que parezca, nunca resulta para nosotros excesiva, son las ventanas las que sustentan nuestra siempre escasa resiliencia.

Y es verdad. Yo no puedo evitar curiosear lo ajeno a través de ese fantástico y metafísico lucernario que ilumina mi casa y la convierte en un dulce hogar que del mundo, de todo su desgraciado acierto y falsedad, me aísla y protege. Por eso, por ser agradecida me preocupo de mantener la ventana siempre  algo abierta, en mutua reciprocidad. Asimismo, no logro evitar contemplar el hipnótico y majestuoso vuelo de mi dragón sin buscar el porqué de las cosas sin lógica; sin formularme preguntas sin respuesta y que no quiero dejar caer en vano yo también, yo tampoco.

A ese dragón demando respuesta:

¿Qué ocurre con la verdad dura de asumir que nos negamos a aceptar? ¿a qué o a quién llega y sirve en realidad? ¿a dónde va toda esa energía?…

Sin más espíritu de contradicción que el expresado he de reconocer que, de no ser por tan mágica ventana, los días transcurrirían sin pena ni gloria, sin más conato de actividad que el de mi consciencia.  No obstante, pienso que en esa carencia de agentes emocionales externos radica, por otro lado, el secreto del equilibrio que recientemente he descubierto en mí. A juicio de cada quien queda si se trata de un supremo estado de conciencia o del más triste y pésimo conformismo: resignación.

Lo que no ha lugar a dudas es que el hogar que habito es el más bonito que he conocido. Nadie lo ve como yo, pues solo yo he descubierto su mágico y fecundo asilo.  Su nombre es Elena.

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